jueves, agosto 17, 2006

Amanece

Los cuerpos se orientaban de levante a poniente dentro de los sacos de dormir; las cabezas al oeste, de tal modo que en la madrugada no había más que girarla para despedirse de una luna roja, casi llena, entre rocas apiladas y redondeadas por hielos de otra era.

Los rostros recibían la negrura de oriente, de modo que al despertar en el momento exacto, abrí los ojos con el amanecer más espectacular que hubieran visto dispuesto ante ellos:


El Yelmo, una gigantesca mole de roca, que se asemeja a la Vieja Morla, de laderas pulidas por los incansables dedos de un glaciar ya extinto, a la izquierda. A la derecha, un roquedal también imponente pero apenas un ratoncillo en comparación con el Yelmo. Las enormes rocas apiladas y emergentes de la tierra convergiendo desde la Vieja Morla y el roquedal hacia el horizonte donde acaba la pradera, la nava que dejó el glaciar.

Allí donde los monolitos se hacen pequeños y la montaña se dobla para comenzar el descenso, la brisa desplegó un pañuelo de tonalidades indescriptibles.

El marrón más negruzco, en el horizonte, el marrón de los granos bien tostados de café, mutaba en ascensión hacia unos rojos cálidos y algo rosados que acababan por asemejar el color de una oscura y densa teja al rojo vivo o el de una rosa encendida por un fuego abrasador. Un color caldera que no era tal a causa de la ausencia del naranja, pero que por contra era un rojo amarronado cuya luz prendiera un Sol que aún no asomaba. Algunos vestigios de la sangre de los dioses entre tanto intenso rojo y rosado.

Si los rojos hubieran sido vino, la embriaguez hubiese durado por el resto de mis días. Si el marrón profundo se hubiera tornado café real, hubiese bastado para mantenerme en vela tantos amaneceres como aquellos que dormí en lugar de contemplar.

Y pese al vino, a la sangre, al café... pese al fuego, a las tejas y a las rosas... pese al rojo y al marrón... absolutamente indescriptible. Tan sólo unas imágenes grabadas en la mente, y más adentro, en el alma, que no puedo transmitir.

Sobre ese pañuelo tornasolado, de sedas y de tules ondeantes, no se alzaba aún el Sol sino Venus. Puro y blanco, con la luz de mil faros irradiando desde un Venus que aparentaba mayor que otras veces y que se deslizaba hacia lo alto por entre colores que o se sueñan o se descubren en las auroras. Se alzaba Venus, blanco y redondeado, con cuatro puntas de luz difractada. Puro y brillante, con el fulgor de un fuego blanco que sólo los druidas aprendieron a conjurar.

Para colmo, entre el marco de las rocas, las altas espigas doradas y salvajes de la pradera se mecían ante los colores del pañuelo con que el Sol quiso cubrir los hombros desnudos de Venus, rozando sus pliegues y maravilladas ante la luz del astro, convertido en auténtica y nívea estrella.

Venus, nunca te vi tan hermosa.

Alba, nunca tu blancura diera paso a un despertar más encendido e inconmensurable.


A vosotros, aquellos a quienes Morfeo quiso retener unos minutos más en sus reinos.
Me pregunto qué misterios os desveló en ellos para que a mí me concediera,
en cambio, tamaño amanecer.


Gaia

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